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Palabrita de escritor.

Relatos

Las patas de la mesa.

Las patas de la mesa.

Esa vez era para cocaína, pero podía haber sido para cualquier otra cosa. Bajaban de Berga y pararon en un pueblo, en mitad del invierno y en mitad de la nada; un pueblo helado y vacío, desalmado. Sobre el establecimiento, la cruz en fugaces destellos que avisaba del punto en el que se encontraba la farmacia.

Descendieron del coche, los cuatro. Uno por cada puerta. Se dirigieron al establecimiento todos al mismo paso, ni muy aprisa ni muy lentos. Entraron.

No había más que una anciana alta, obesa, con unos anteojos que sólo usaría quien se siente tan superior que su aspecto físico le importa un ardite. Con bata blanca y acento catalán chulesco.

-Que quieren- dijo, así sin más. Ni un hola, ni un buenas tardes.

-Que quieren- repitió.

-¡El dinero!

-¿Mi dinero? -preguntó la farmacéutica obesa, asombrada, como diciendo “¿están ustedes pidiéndome mi dinero? ¿A MÍ?”

-Sí, tu dinero, coño. El dinero de la caja.

Entraron dentro, hicieron que la farmacéutica se lanzara al suelo, la ataron, y robaron además del dinero- poco más de trescientos euros-, varias cajas de fármacos: zolpidem, trankimazin, etinilestradiol, tranxilium y una caja de aspirinas. Nada de opiáceos. En eso estaban cuando entraron dos veinteañeros altos, con cara de bobos y soltaron cual sonajeros:

-¿Y la mama? Al instante los cuatro se dieron cuenta de que los dos capullos eran los hijos de la farmacéutica obesa. Sin pensárselo dos veces la emprendieron a golpes con los dos bobalicones que chillaban como lechonas en el matadero, hasta que el dolor les hizo callar.

Entonces, los cuatro corrieron a la calle, entraron en el coche con el botín y salieron zumbando del pueblo desalmado.

Esos cuatro eran el Rata de la Mina, el Chus de Hospitalet, el Nene de San Cosme, y Xordi el de Badalona. Cuatro patas que aguantaban la mesa delincuencial del area metropolitana de Barcelona.

Aun así, podía haber sido cualquiera de las miles de patas que sostienen la mesa delincuencial, cargada de Alcaldes, Diputats y Diputados, y constructores. La mesa delincuencial de España....

Pero eso amigos míos, es otra historia.

La Deuda

La Deuda

Entró en el bar bien temprano. Se sentó en la barra y el camarero se dirigió a él. No había nadie más en el bar, así que el camarero fregaba vasos para que no se le acumulara la faena. Después de secarse las manos con un trapo multicolor, preguntó al recién llegado qué deseaba tomar.

-Una cerveza bien fría, por favor.

-Espero que tenga usted dinero. Me debe once euros del otro día.

-Si, no se preocupe. Le pagaré esta y lo que le deba.

El camarero volvió a fregar vasos.En la televisión retransmitían la vuelta ciclista a España.

El cliente echó un vistazo al exterior de la calle a través de las grandes cristaleras del local y vio toda la calle vacía, sin un alma.

-Poca gente hoy, ¿no?- preguntó al camarero.

-Sí, estarán todos en la playa. Los domingos en verano no vienen mucho por aquí. Creo que yo también debería cerrar e ir a tomar el sol un poco.

El cliente se acabó la cerveza y solicitó otra. El camarero se la puso rápidamente.

-Menuda fiesta tenían el otro día montada aquellos gitanos. No tendría que dejarlos entrar.

-¿Por qué no? Son buena gente, se gastan los dineros y no se meten con nadie.

-Pero tarde o temprano se la liaran y entonces ya me dirá si son buena gente. Eso si no le roban las ganancias de todo un mes.

-¿Usted que podrá decir? Le vuelvo a recordar que me debe dinero.

-No me compare con esa gente- dijo el cliente algo molesto por la observación del camarero.- Yo no robo a nadie.

-Pues podría hacerlo, así no iría dejando las cosas por fiar.

-Le contaré una historia...

El camarero continuaba fregando los vasos. De vez en cuando echaba una mirada al televisor para ver a los escaladores subiendo un puerto de montaña.

-Una vez- continuó el cliente- conocí a unos gitanos en Viladecans que frecuentaban un bar como este. Todas las tardes, sin faltar ni una, bebían en familia dejándose en el local grandes sumas de dinero. No le voy a decir de donde procedía tanta pasta. El dueño del bar, contento por las ganancias que tenía desde que los gitanos se montaban allí sus fiestas, cerraba algunos días para que estos se emborrachasen a gusto y dejaran a sus mujeres bailar sin problemas. El negocio iba viento en popa, o al menos así lo pensaba el dueño. Lo cierto es que una noche, mientras montaban una de esas pequeñas juergas, los gitanos mataron al dueño y le robaron todo lo que había en el interior del local: maquinas frigoríficas, el televisor, el equipo de música, y como no, la maquina registradora con toda la recaudación del día.

-Y, ¿eso que tiene que ver conmigo?- preguntó el camarero.

-Déjeme acabar. Todo el mundo en el barrio sabía que habían sido ellos, pero nadie se atrevió a atestiguar en su contra, así que la policía, al carecer de pruebas tuvo que archivar el caso.

-Bonita historia, muy bonita. Pero no creo que eso suceda aquí. Además, a ellos los conozco de hace tiempo. En cambio usted no se de donde sale. Hace apenas un par de semanas que le veo por aquí y ya me debe dinero. Ni siquiera se donde vive.

-No me comparará con los gitanos de la historia que le he contando...

-No hombre, era solo por decir algo.

El camarero volvió a mirar la vuelta ciclista. Los escaladores peladeaban como maquinas supersónicas. Parecía imposible subir aquellas cuestas con tanta facilidad.

-Creo que voy a ir a cambiar el agua al pájaro.- dijo el cliente.

Levantándose pasó por delante del camarero y entró en el lavabo. A los pocos segundos salió y entró en la barra.

-Pero, ¿Por Dios, qué hace usted?

De debajo de su camisa sacó una navaja abierta y rápidamente, como un rayo cortó el cuello del camarero. Acto seguido apuñaló varias veces el estomago del confuso hombre, el cual notaba su vida evaporarse entre un charco de sangre. De golpe cayó al suelo y el cliente cogió el trapo con el que antes se había secado las manos el camarero y limpió su navaja. Abrió la caja registradora, saco unos cuantos billetes dejando en el interior unos trece euros y se marchó.

La calle estaba desierta. Seguramente estaba todo el mundo en la playa tomando el sol.

Relato publicado en la revista Amalgama , en Marzo, en su numero siete.

 

©Rubén Parra y Martínez, 2.003.

E...VA

E...VA

Llegué a eso de las tres de la mañana del centro comercial Gran Vía dos. Había estado peleando en un cuadrilátero portátil con Loquillo, del grupo musical loquillo y los trogloditas. Le gané por kao, en el segundo asalto, lo noquee gracias a mi certero croché de izquierda: en toda la mandíbula, ¡BAM! Después estuve bebiendo en un bar. Empecé con una cerveza. Luego la sed y el reloj hicieron el resto. A eso de las tres de la madrugada llegué a mi piso de la Torrasa y allí estaba ella, con su vestido blanco, esperándome en la puerta.

-Llevo dos horas esperándote- dijo.

-Hola nena. ¿No me das un beso?

Me besó. Hacía tiempo que no la veía, ni que me besaba. Y allí estaba, esperándome, a las tres de la mañana, frente a mi puerta, con una botella de vino sin abrir en la mano.

-Coto me ha dejado.

-No pasa nada, entremos y celebrémoslo.

Llevaba ese vestido blanco que le hacía aun más guapa de lo que era. Le hacía más negra. Eva era negra, pero con ese vestido aun lo parecía más.

-Estas de un bueno estupendo.

-Me dijo que ya no le atraía.

-Déjalo ya, nena, tu Rubén te alegrará la noche.

Saqué dos vasos y abrí la botella de vino. Era un rioja tan negro como ella.

-El muy..

-Olvídalo. Siempre ha sido un hijo de puta.

-¿Puedo ir a orinar?- me preguntó. Le indiqué donde estaba el lavabo. Daba igual, ella ya sabía donde estaba.

-El vater está atascado. Está lleno de mierda y atascado.

-¿Qué importa? Ven y quítate el vestido. Me gustas más sin el vestido.

-Rubén, no soy de esas, tú lo sabes.

Se acercó a mi y le di su vaso de vino. Me serví más.

-Sin el vestido estás mejor. Seguro que también follas mejor sin él.

-No me digas esas cosas. Coto nunca me decía esas cosas.

-Ya te lo he dicho, Coto es un hijo de puta. No sabría distinguir entre una buena mujer y un par de calcetines sudados.

Ese vestido blanco le quedaba muy bien.

-Pero es que lo quiero tanto...

Pegó un tiento al vino. En la calle comenzaba a llover. Escuchaba las gotas cayendo en la persiana de la habitación, como un crujido prolongado.

-Eva, estaría bien que te olvidaras de él un tiempo. Al menos el tiempo que estés conmigo. Ven, siéntate en mis rodillas. El tío Parra hará que te lo pases bien.

Vino y se sentó como una colegiala en las piernas del director, medio excitada y medio asustada, cincuenta por ciento de cada. Introduje mi lengua en su boca. Toda la carne en el asador, pensé, por lo que apartando un poco su pierna izquierda liberé mi cosa.

-¡Oh, Rubén, que cosa más fea!

-¿Fea? -Sí, quiero decir que son todas feas, la de Coto, la tuya, son de color lila. Podrían ser rosas, o verdes como los chicles de menta, pero no. ¡Son lilas y feas!

-Bueno nena, supongo que todo el mundo la tiene así.

-A eso me refiero, es decir, el Papa, Aznar, el Rey... seguro que la tienen así, pero, ¿tu crees que son igual de feas las de Alejandro Sanz, Becam o Leonardo di Caprio?

-Supongo que sí.

-No se, sería una desilusión.

La guardé bajo los calzoncillos.

-No hace falta que la escondas, digo que es fea, pero me gusta.

-Es que hablar de Aznar hace que me baje la libido.

Se levantó de encima de mis piernas y se quitó el vestido.

-¿Ves? Sin él estás más buena todavía.

Parecía una oveja recién trasquilada, así desnuda, las tetas hacia arriba, el bello púbico asomando entre las gomas de sus bragas blancas. Volvió a sentarse en mis rodillas, con el culo bien apretado contra mi pantalón. Me besó. Esas cosas suelen funcionar, hacer como que uno no tiene ganas de jodienda. No les gusta ver a los hombres deprimidos o tristes por falta de sexo.

-Chúpamela.

-No me gusta que me digas esas cosa, yo no soy de esas.

-¿Qué? Acabas de decir que te gusta, que es fea pero te gusta.

-Sí, pero lo que no me agrada es que me traten así.

-¿Cómo te trato? ¿Acaso Coto no te dijo nunca que se la chuparas?

-Sí, pero no me gustaba tampoco que me lo dijera.

Me la chupó y bien, de rodillas, mientras yo bebía.

-Sigue nena, lo haces de fábula.

Hacía ruiditos con la saliva. Me corrí casi a la vez que se acababa el vino. Me levanté, fui al lavabo y me limpié con un trozo de papel de vater. Luego abrí la alacena y me serví un güisqui con agua.

-¿Por qué hacéis esas cosas los hombres?- me preguntó.

-¿Qué cosas?

-Os ponéis cachondos y solo pensáis en vosotros. Me dices que me quite el vestido solo para regocijar tu vista. Nada de cariño, nada de amor.

-El amor es para los ricos. Los pobres solo tenemos la jodienda y el vino.

-Siempre hacéis lo mismo y decís lo mismo, sin una pizca de romanticismo.

-Nena, eso es de las películas. En la vida real las cosas son diferentes, son más instintivas y menos pasionales. En las películas está bien, en las canciones, en las poesías, pero no en la vida real.

Se puso el vestido, enfadada, muy enfadada y se marchó. Me puse otro güisqui con agua y me tumbé en la cama.

En la ventana repiqueteaban las gotas de lluvia. Era bonito escuchar la lluvia.

©Rubén Parra y Martínez, 2.003.