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Palabrita de escritor.

El Infiníto.

Amigos he tenido pocos a lo largo de mi corta vida. Y digo bien, «amigos», de esos que se cuentan con los dedos de una mano. Uno de ellos fue Youssef, que por el nombre pudiera parecer moro paterero, pero que era tan o más español que yo o cualquiera. De padres marroquíes, eso sí, pero español como el que más, un tío que a pulso -y por nacimiento- se ganó el derecho a ser español. Youssef, además de amigo, era un tipo duro de Hospitalet, uno de esos que espetan «que cada perro se lama su pijo» y cosas por el estilo.

Hablo de él en pasado, por el tiempo que hace que no coincidimos en taberna alguna, o que lo veo subido en algún andamio.


Me acordaba de él el otro día, al ver unas imágenes en televisión de la infinita guerra de Iraq – ahora entiendo lo de la operación Justicia Infinita-, en la que aparecían unos hombres degollados o acribillados. Me acordé de Youssef porque él me hizo ver que la vida no es tan pacífica como parece. Que fuera de nuestro Continente la vida puede llegar a ser la mierda más grande del universo. Que nada vale la vida de un ser humano, pero al menos aquí nos creemos que así es.


Youssef se fue a Argelia siendo adolescente en busca quizá de unos orígenes inexistentes. Lo que encontró allí fue una guerra en toda regla. Miseria, destrucción, gente sin alma con un fusil en la mano y muchas muertes a la espalda. Durmió una noche en un cobertizo, junto a una veintena de argelinos. Cuando despertó se encontraba en el mismísimo infierno, rodeado de cadáveres mutilados, entre un sangrerío inimitable por los cineastas de Hollywood.


Por suerte, a él -nunca supo por qué extraña razón- no le tocaron ni un pelo. Pero aquello le marcó de por vida, se volvió rápido a España, y quizá pensó: que les den por el culo a mis putos orígenes, que yo me quedo en Europa donde la gente piensa que la vida vale algo más que la muerte.

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